Los discursos parlamentarios de Práxedes Mateo-Sagasta

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Legislatura: 1876-1877 (Cortes de 1876 a 1879)
Sesión: 16 de marzo de 1876
Cámara: Congreso de los Diputados
Discurso / Réplica: Discurso
Número y páginas del Diario de Sesiones: 24, 449-452
Tema: Contestación al discurso de la Corona

El Sr. SAGASTA: Pido la palabra para rectificar.

El Sr. VICEPRESIDENTE (Elduayen): La tiene V. S.

El Sr. SAGASTA: Señores Diputados, después de lo mucho que ayer molesté al Congreso, no pienso abusar hoy de su benevolencia; pero comprenderéis que no puedo dejar pasar desapercibidas ciertas indicaciones hechas por el Sr. Presidente del Consejo de Ministros, ni sin correctivo la inmoderación con que a mi moderación correspondió.

El Congreso sabe bien, que en la medida de mis fuerzas, traté ayer la cuestión desde la altura serena de los principios y que si en algún momento de mi peroración pude emplear alguna frase ligera, más que por deseo mío, fue para distraer a mi auditorio, que consideraba fatigado con la exposición de una larga serie de asuntos serios; pero que ni por el tono con que la dije, ni por los antecedentes que la precedieron podía tomarse a mala parte, ni ser motivo para que el Sr. Presidente del Consejo de Ministros convirtiera una cuestión, que venía debatiéndome en la alta región de los principios, en una cuestión personal.

Siento que, habiéndome de ocupar de él, no esté presente: y lo siento, porque temo que se interprete mal mi pensamiento, como se interpretó ayer, pues creo que si hubiera oído las frases que al parecer le molestaron, no se hubiera dado por tan ofendido, como al parecer se dio. (Un Sr. Ministro: Pronto vendrá.)

Quiso, a consecuencia de esto, sembrar la cizaña en nuestro campo. ¡Tarea inútil! Aquí estamos tan perfectamente unidos y nuestras voluntades tan cosidas, que no necesitamos siquiera, que las zurzan. Sin embargo, si el Sr. Cánovas del Castillo estuviera entre nosotros, gran fortuna para nosotros sería; aun si necesidad de zurcir voluntades, aquí sería el jefe, porque S. S. es tan grande, que ni él podría descender hasta nuestro nivel, ni nosotros nos permitiríamos subir hasta el suyo; pero como aquí no hay esa superioridad tan elevada, vivimos tranquila y agradablemente sin jefe. Así es, que yo no soy ni jefe, ni soldado, ni nada: en esta minoría todos somos iguales, y nos arreglamos perfectamente: la soberanía corresponde a todos. Yo me contento con ser uno de tantos y estoy muy satisfecho con el cariño que me dispensan y con la consideración, que me tienen, sin excepción, todos mis compañeros; pero esto es pequeño para el Sr. Presidente del Consejo de Ministros.

Entró después S. S. a explicarnos la teoría del derecho hereditario. No quiero seguir a S. S. en este terreno; porque declaro que en algunos de los puntos no comprendí a S. S.: mi inteligencia es muy limitada. Sin embargo, me sorprendió una cosa, y es que yo creía que aquí no había ninguno tan sabio como el Sr. Cánovas del Castillo; pero encontré que había otros muchos tanto o más sabios que S. S., que eran los Diputados que le aplaudían, pues que es más difícil entender, que decir lo incomprensible. No me extrañaban aquellos aplausos, porque entonces me hubieran extrañado mucho más otros. El Sr. Cánovas, suponiendo que ya había considerado el sufragio universal como derecho individual, lo cual no es así, entró a examinarlo y de tal manera lo puso S. S. que daba lástima. Así lo arrojaba al rostro de los Sres. Diputados de la mayoría, y la mayoría aplaudía. Este hecho me hizo recordar a las hijas de Lot, que se reían de su padre después de emborracharle. (Rumores). ¿Qué es esto? ¿Es que ante una Cámara, producto del sufragio universal, se puede ha- [449] blar así del sufragio universal? (Muchos Sres. Diputados de la mayoría: Sí, sí) ¿Sí? Pues entonces, si el sufragio universal no da representación ninguna, ¿qué representáis aquí? (Rumores) No he visto jamás una cosa semejante: negar el valor de aquello que uno representa? para eso es preciso empezar por abandonar estos escaños. Os llamáis Representantes del país, y negáis el valor de la representación: tanto peor para vosotros. ¿Qué autoridad ni qué fuerza puede salir de una Asamblea que cree nula su representación? ¿Qué autoridad ni qué fuerza van a tener sus acuerdos? (Crecen los rumores).

El Sr. VICEPRESIDENTE (Elduayen): Señor Sagasta, tiene S. S. la palabra para rectificar, pero no para dirigirse a la mayoría.

El Sr. SAGASTA: Es verdad, Sr. Presidente, pero como yo soy deferente con todo el mundo, justo es que lo sea también con la mayoría, correspondiendo a sus interrupciones.

Pero en fin, el Sr. Cánovas del Castillo, con esa superioridad que le reconozco, aunque él no me la reconozca, creía que siendo yo ingeniero, no ilustre como dijo S. S., sino ingeniero modesto, como soy, no tengo competencia para tratar las cuestiones de derecho político. Yo en cambio soy más generoso con S. S.: ley doy competencia en todo, y aun ayer mismo, cuando hablaba S. S. de la guerra, cuando desafiaba a los generales a que pudieran decir lo contrario de lo que S. S. sentaba, admirábame al considerar que S. S. era tan especial en guerra como en jurisprudencia, como en todo; y sorprendido me decía: cuando oigo hablar al Sr. Cánovas como jurisconsulto, me parece que es un jurisconsulto eminente aficionado a la guerra; y cuando le oigo hablar de la guerra, digo: no, debe ser un militar distinguido, aficionado a la jurisprudencia.

Pues bien: en aquella logomaquia que S. S. estableció, no le voy a seguir; pero yo, modesto ingeniero, que al mismo tiempo soy legislador, y tengo derecho a enterarme de ciertas cosas, pregunto al eminente jurisconsulto: ¿dónde, en qué ley ha visto el Sr. Cánovas del Castillo que una abdicación hecha en los términos en que la ha hecho Doña Isabel de Borbón sea irrevocable? ¿En qué precedentes de la historia, siquiera? Pues qué, ¿no abdicó Felipe V, precisamente el fundador de la dinastía de los Borbones en España, no abdicó D. Felipe V en su hijo? ¿Y qué sucedió cuando su hijo murió? Que la Corona volvió a su padre D. Felipe.

Pues pregunto ahora al jurisconsulto eminente, o mejor dicho, vuelvo a preguntar: si, lo que Dios no quiera, D. Alfonso XII desapareciese de la haz de la tierra, ¿quién le sucedería en el Trono? ¿Iría su herencia a sus ascendientes o iría a sus colaterales? Esta es la cuestión.

A tal punto ha llegado S. S. con las teorías que ha establecido, que no puede contestar a una pregunta tan fácil.

No se crea por esto (y me adelanto a decirlo pro si ciertas palabras que oí pronunciar ayer al Sr. Cánovas del Castillo tienen alguna significación hacia mi persona), no se crea por esto que vengo aquí a defender el derecho de nadie. Yo que contribuí en cuanto pude a la revolución de Septiembre, yo que como he dicho antes y repito ahora no me arrepiento de aquello, que cada vez estoy de aquello más satisfecho, no vengo aquí a sostener el derecho de nadie. Es más, si la revolución de Septiembre derribó los Poderes públicos entonces existentes, yo no he de querer que vuelvan aquellos Poderes públicos.

Pero estoy determinando una cuestión de derecho; y como el derecho hereditario que arranca de las Partidas tiene su manera de suceder, como, además, esa manera de suceder se ha variado en las Constituciones, y como por ahora no hay Constitución, digo: pues ese derecho no puede trasmitirse más que, o por la ley de Partida o por el derecho común.

Espero, pues, y sobre esto no quiero decir más, la contestación a mi pregunta.

Su señoría interpretó mal mis palabras respecto a la guerra. Dije, clara y terminantemente, que el Gobierno había sido afortunado en la cuestión de la guerra; y es más, por ello le felicité sinceramente. Lo que sí añadí fue, que la guerra hubiera terminado antes sin el advenimiento de ciertos sucesos políticos. No hay absolutamente cargo alguno para el Gobierno en que la guerra se hubiera retrasado. Tengo el derecho de suponer que la guerra hubiera quedado terminada sin los sucesos de Lacar y Lorca, hasta tal punto, Sres. Diputados, que los mismos carlistas confiesan que estaban esperando aquella batalla como decisiva. Los jefes del carlismo se habían comprometido a que las tropas liberales no pasaran a Pamplona, y los voluntarios abrigaban de tal manera esta creencia, que se habían resuelto a sacrificar a sus jefes y marcharse a sus casas si, en efecto, el ejército liberal llegaba a Pamplona.

Estaba preparado el plan, con muy corta diferencia, según se realizó después. Los generales, de los cuales muchos han mandado posteriormente las tropas de esa misma expedición, aseguraban al Gobierno que las operaciones se hacían sin dificultad alguna y que los carlistas no resistirían en ninguna parte; y en efecto, así sucedió. Los carlistas no pudieron resistir en ningún lugar, porque el plan estaba tan bien combinado que les sorprendió por completo; pero un incidente desgraciado, no de esos que ocurren en las guerras, las cuales se siguen ganando unas veces y perdiendo otras, sino un incidente que no tiene explicación, una sorpresa a las doce del día, en medio del cuartel general, de todo el ejército, malogró aquella gran expedición cuando los carlistas huían despavoridos gritando traición, y cuando estaban dispuesto a arrojar las armas. Entonces se encontraron con que lo que ellos creían una gran derrota era un triunfo, puesto que algunas de nuestras músicas, algunos de nuestros cañones y nuestras propias banderas entraban en Estella como trofeos de guerra; y aquel desaliento que había empezado a cundir entre los carlistas, desapareció por completo.

Tengo la seguridad de que sin ese acontecimiento, las facciones más pertinaces hubieran quedado disueltas. (Rumores en la derecha). Disueltas las facciones más pertinaces y disueltas como estaban las del Centro, porque los generales que mandaban, así nos lo decían. Al tiempo del advenimiento al Trono de D. Alfonso XII, las fuerzas liberales estaban tan dispersas, porque no había necesidad sino de pequeños grupos de soldados para perseguir los grupos pequeños de carlistas que en el Centro existían. Había desaparecido de allí D. Alfonso de Borbón y Este (Murmullos), hermano de D. Carlos; había desaparecido la organización de aquella facción, que se había desmembrado en pequeñas partidas, y el mismo general Jovellar nos aseguraba que podía concluir en poco tiempo con aquellos exiguos grupos. Concluido lo del Centro, hubieran acudido todas las fuerzas a Cataluña, y según mi concepto, no hubiera llegado la guerra a fines del verano pasado.

Esa era la opinión de los generales; y aunque sea [450] grande la autoridad de un jurisconsulto eminente en asuntos militares, me permitirá el Sr. Cánovas del Castillo que dé más autoridad a los generales en cuestiones de guerra que a S. S.

Pero hay más; es que lo creyó también el Gobierno; creyó que dando la batalla definitiva que nosotros teníamos preparada, que había comenzado, iba a conseguir el triunfo completo sobre los carlistas; y sólo por eso y para eso se comprende que el Gobierno aconsejara al Rey D. Alfonso su expedición a las provincias. Yo me atrevo a afirmar que el Gobierno estaba tan seguro de que iba a conseguir una grandísima victoria, que los arcos de triunfo que se levantaron en Madrid para la entrada de D. Alfonso, se conservaron con la idea de que servirían para recibir al Rey victorioso.

Ya ve, por consiguiente, el Sr. Presidente del Consejo de Ministros como no ofendo con esto a los generales, puesto que esto decían al Gobierno esos mismos generales de que luego se ha servido.

Pero es más, después de este incidente desgraciado, que dio aliento a los carlistas, todavía la guerra pudo concluirse antes sin la intervención de los medios pacíficos que empleó el Gobierno. Pues qué, ¿no recordáis, Sres. Diputados, que después de la batalla estuvo el ejército sin moverse de un punto más de tres meses?

Estaba preparado el plan, con muy corta diferencia, según se realizó después. Los generales, de los cuales muchos han mandado posteriormente las tropas de esa misma expedición, aseguraban al Gobierno que las operaciones se hacían sin dificultad alguna y que los carlistas no resistirían en ninguna parte; y en efecto, así sucedió. Los carlistas no pudieron resistir en ningún lugar, porque el plan estaba tan bien combinado que les sorprendió por completo; pero un incidente desgraciado, no de esos que ocurren en las guerras, las cuales se siguen ganando unas veces y perdiendo otras, sino un incidente que no tiene explicación, una sorpresa a las doce del día, en medio del cuartel general, de todo el ejército, malogró aquella gran expedición cuando los carlistas huían despavoridos gritando traición, y cuando estaban dispuestos a arrojar las armas. Entonces se encontraron con que lo que ellos creían una gran derrota era un triunfo, puesto que algunas de nuestras músicas, algunos de nuestros cañones y nuestras propias banderas entraban en Estella como trofeos de guerra; y aquel desaliento que había empezado a cundir entre los carlistas, desapareció por completo.

Tengo la seguridad de que sin ese acontecimiento, las facciones más pertinaces hubieran quedado disueltas. (Rumores en la derecha). Disueltas las facciones más pertinaces y disueltas como estaban las del Centro, porque los generales que mandaban, así nos lo decían. Al tiempo del advenimiento al Trono de D. Alfonso XII, las fuerzas liberales estaban tan dispersas, porque no había necesidad sino de pequeños grupos de soldados para perseguir los grupos pequeños de carlistas que en el Centro existían. Había desaparecido de allí D. Alfonso de Borbón y Este (Murmullos), hermano de D. Carlos; había desaparecido la organización de aquella facción, que se había desmembrado en pequeñas partidas, y el mismo general Jovellar nos aseguraba que podía concluir en poco tiempo con aquellos exiguos grupos. Concluido lo del Centro, hubieran acudido todas las fuerzas a Cataluña, y según mi concepto, no hubiera llegado la guerra a fines del verano pasado.

Esa era la opinión de los generales; y aunque sea [450] grande la autoridad de un jurisconsulto eminente en asuntos militares, me permitirá el Sr. Cánovas del Castillo que dé más autoridad a los generales en cuestiones de guerra que a S. S.

Pero hay más; es que lo creyó también el Gobierno; creyó que dando la batalla definitiva que nosotros teníamos preparada, que había comenzado, iba a conseguir el triunfo completo sobre los carlistas; y sólo por eso y para eso se comprende que el Gobierno aconsejara al Rey D. Alfonso su expedición a las provincias. Yo me atrevo a afirmar que el Gobierno estaba tan seguro de que iba a conseguir una grandísima victoria, que los arcos de triunfo que se levantaron en Madrid para la entrada de D. Alfonso, se conservaron con la idea de que servirían para recibir al Rey victorioso.

Ya ve, por consiguiente, el Sr. Presidente del Consejo de Ministros como no ofendo con esto a los generales, puesto que esto decían al Gobierno esos mismos generales de que luego se ha servido.

Pero es más, después de este incidente desgraciado, que dio aliento a los carlistas, todavía la guerra pudo concluirse antes sin la intervención de los medios pacíficos que empleó el Gobierno. Pues qué, ¿no recordáis, Sres. Diputados, que después de la batalla estuvo el ejército sin moverse de un punto más de tres meses? ¿Y qué hacía allí el ejército? Esperar las gestiones que el Gobierno tenía pendiente con D. Ramón Cabrera. Y llegó hasta tal extremo la paralización del ejército, que el mismo D. Ramón Cabrera tuvo que decir: "Mis negociaciones no surten efecto, porque con ellas debía ser simultánea la energía del Gobierno." De modo que lo único que decía Cabrera al Gobierno era que se necesitaba que éste hiciera algo de su parte.

Se perdieron, pues, tres meses de un tiempo excelente para las operaciones, y eso lo sé también por los generales.

Veo que se me hacen ciertas indicaciones por el señor Presidente, y tiene razón. Voy a continuar con otra cosa.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros niega la abnegación del Gobierno caído en 30 de Diciembre de 1874, y hace mal S. S. en negarlo, porque S. S. más que nadie la conoce. Señores, ¡negar abnegación a un Gobierno que dispone del telégrafo, de todos los gobernadores civiles, de muchos gobernadores militares, de muchos capitanes generales que se mantuvieron fieles a aquel Gobierno hasta su separación y reemplazo; que contaba además con el apoyo de otros partidos, de todos los que en este país se llaman liberales, que venían a ofrecerse al Gobierno constituido sin condiciones de ningún género! ¿Es acaso que aquel Gobierno no podía hacer nada en este país en que el actual tiene miedo a un perturbador cualquiera hasta el punto de que no se atreva a levantar la dictadura? ¿Cree el Sr. Cánovas del Castillo que un Gobierno que tenía todo lo que llevo expuesto, que tenía por gobernadores civiles y militares a muchos que además de ser amigos políticos suyos eran amigos particulares, podía haberse visto desamparado de todo el mundo? ¡Ah! ¡Qué mala idea tiene S. S. de este hidalgo país! Pues si tan mala idea tiene de este país, guárdese S. S. de lo que pueda suceder mañana, cuando cualquier perturbador, en cualquier punto de la Península, se levante.

Más aún: el mismo Sr. Cánovas del Castillo sabe que no es verdad que aquel Gobierno no procediera con absoluta abnegación; y lo sabe tanto, que él más que nadie criticó y se opuso al movimiento de Sagunto. Y se opuso ¿por qué? Porque temió que aquel movimiento, si salía mal, hiciera después imposible la situación que deseaba. ¿Y por qué había de salir mal, si ninguno de oponía? Porque se abrigaba el temor de que si el Gobierno se hubiese opuesto, no hubiera venido D. Alfonso. (Rumores). Es más, Sres. Diputados; cuando se presumió que aquello pudiera producir complicaciones en España si el Gobierno oponía resistencia, con el Gobierno se quería transigir; y se le propuso que continuara y se le dijo que no se quería más que cambiar la situación interina, en definitiva; pero que todo podía quedar lo mismo hasta que D. Alfonso viniera a España. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: ¿Cuándo y quién?) La víspera de formar Ministerio. Los mismos generales que se sublevaron; el mismo telegrama de Martínez Campos, el mismo telegrama de Jovellar lo dicen así terminantemente, y de palabra lo decía todo el mundo. Así es que en aquel movimiento no hubo ni una voz en contra del Gobierno, ni en contra de la Constitución; el movimiento no tenía más objeto que traer al Príncipe D. Alfonso, ni más ni menos; pero nada contra aquel Gobierno; al contrario, se creyó que aquel Gobierno le apoyaría.

El Sr. Presidente del Consejo de Ministros nos amenazó ayer con publicar algunos documentos; publíquelos S. S. (El Sr. Presidente del Consejo de Ministros: No es exacto; he hablado de documentos publicados.) Pues vengan los documentos publicados en que los asertos de S. S. se comprueban; por que si no, declaro solemnemente que no son verdad.

Su señoría al referirse a mi queja de la ingratitud de que aquel Gobierno había sido víctima, trató de particularizar; yo no he aludido a nadie; cuando uno habla en términos generales, no tiene nadie derecho a hacer aplicación alguna particular; yo no me he referido a nadie, yo comprendía en la palabra ingratitud a todos aquellos en cuya lealtad debíamos esperar, y cuya lealtad nos faltó. ¿Qué se ha propuesto S. S. al decir que yo había atacado a un Diputado que podía estar en este sitio y que no se halla en él? Precisamente, porque no se halla en él, yo aunque tuviera intención de atacarle no le hubiera atacado; pero dispénseme el Sr. Cánovas del Castillo que le diga que eso no es digno de S. S. ni de nadie que se estime en algo. No he querido atacar a nadie; y venir a particularizar las cuestiones cuando yo las generalizaba, es venir a hacer una provocación que no he hecho: si la provocación viene, sabré como la he de recibir; pero conste que será de la responsabilidad del Sr. Presidente del Consejo de Ministros. Por lo demás, no me he convertido en acusador; y el día en que en acusador me convierta, crea S. S. que no me han de asustar los resultados.

Su señoría me ha hecho un cargo todavía más grave. Ha supuesto que yo había pronunciado palabras imprudentes. Yo no he pronunciado palabras imprudentes. He supuesto S. S. que quería debilitar con mis palabras la Monarquía, y yo no he podido querer debilitarla, porque soy monárquico; sí, Sr. Cánovas del Castillo; por lo menos soy tan monárquico como S. S., y puedo decir que más, porque he dado más pruebas que S. S. de serlo, porque he defendido la Monarquía cuando había que correr grandes peligros para defenderla; creo que el Sr. Cánovas hubiera hecho lo mismo que yo, pero como no se ha encontrado en aquella ocasión no ha podido hacerlo; no tengo yo la culpa ni el Sr. Cánovas tampoco; pero sí la seguridad de que no hubiera hecho más que yo. [451]

Soy monárquico, Sr. Presidente del Consejo de Ministros; y soy monárquico porque soy liberal, porque creo que la Monarquía es la institución que garantiza la libertad mejor que todas las demás instituciones; mas para esto es necesario que la Monarquía sea hermana gemela e inseparable del orden. De esta manera, señores Diputados, de esta manera es como desaparecen los peligros que puede tener mañana la Monarquía; de esta manera desaparecerán de España los republicanos, como desaparecen en Italia. Nadie echa de menos la República en Bélgica, ni en Holanda, ni en Inglaterra, ni en Portugal, ni en Alemania, y es porque en todos estos países hay la convicción de que la Monarquía es compatible con la libertad, y que la Monarquía no puede vivir sin la libertad.

Señores Diputados, procuremos con hechos arraigar esta convicción en nuestro país, y España entera será monárquica, y la Monarquía no tendrá peligro alguno que temer, y la dinastía de D. Alfonso XII quedará profundamente arraigada. Yo, señores, en una ocasión no muy lejana, dirigiéndome a un alto Poder del Estado, con el respeto que los altos Poderes del Estado merecen, pero con la lealtad y con la franqueza que más que a nadie se les debe, decía: "Esta situación, por el origen que tiene, por el nombre que lleva, por las circunstancias que la han traído, por las fuerzas que la solicitan y hasta por la atmósfera en que vive, necesita para su afianzamiento rodearse de los elementos conservadores." Mis palabras no fueron oídas, y aquella situación se derrumbó.

Pues hoy, con el mismo respeto, pero con igual lealtad, puedo decir a esta situación que, por el origen que tiene, por el nombre que lleva, por las circunstancias que la han traído, por las fuerzas que la solicitan, y hasta por la atmósfera en que vive, tiene que rodearse de elementos liberales, y vivir la vida de la libertad. Y es porque yo en aquella situación creía que lo que era necesario era dar garantías al orden; y ahora veo que lo que es preciso en esta situación es dar garantías a la libertad; puesto que orden sin libertad o libertad sin orden, ni es orden ni es libertad; que la libertad y el orden son y deben ser una sola y misma cosa, como lo son en efecto en los países bien organizados y lealmente regidos. [452]



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